A lo lejos se escuchan los aspersores encenderse. Cierro los ojos para imaginar su giro intermitente que cubre de rocío la circunferencia de su centro, bailando desde sí, llenando de vida todo a su alcance. Ahora sé que ha amanecido y no quiero abrir los ojos, tengo miedo. Tengo miedo de no encontrarte al voltear, de haberte soñado; de sólo poder encontrarte en las páginas de la historia que nos escribí. Miedo de darme cuenta de que quizás sí te imaginé, de que los planes solo hayan sido palabras sin intención y sólo nos queden los añicos de promesas sin cumplir.
Siento el roce fresco de las sábanas blancas que desprenden olor a ti. Sonrío. Volteo con ganas de encontrarte y besarte, de decirte "buenos días” y no tener que escapar jamás de nuestro sitio. Te encuentro los ojos cerrados en un sueño que parece profundo y prefiero no despertarte todavía. Te observo e intento memorizar el lugar de cada lunar; juego a unir estrellas y descubro un sistema solar en tu piel que también es mía. Te doy un beso en la punta de la nariz, me cobijo de nuevo junto a ti y te abrazo. Eres mi refugio. Recuerdo todas veces que juramos que algún día todo tendría sentido: no nos equivocamos ni una vez.
Es domingo de pan francés y tocino. Sólo llevo tu camisa a rayas de lino, mientras preparas el desayuno en la cocina. Te sorprendo desde atrás con un beso y sonríes sin despegar la mirada del sartén. Sigues concentrado. Mientras terminas, salgo a nuestro jardín húmedo y agradezco el aire fresco. Siento que vivo de la energía del sol y que puedo darle forma a las nubes, que puedo reinventarme en cualquier instante y que todo es posible, porque al fin estamos juntos.
Encuentro a Tara y jugamos con la pelota roja; está encantada y yo también. Siento la lluvia del riego, huelo la tierra mojada, intento escaparme sin éxito de sus besos: solo nos faltas tú.
Desde afuera te escucho cantar y quiero hacerte coro. Entro directo a cambiarme la ropa, pero me detengo en el pasillo frente al cuadro de dalias que te regalé y que sé que nunca te gustó. Veo enmarcadas sobre la pared azul las fotos del verano en Mérida, las de tu último cumpleaños, de tu graduación y la navidad en Nueva York. El ambiente se vuelve pesado y la sonrisa se me desvanece.
Observo con detenimiento cada fotografía y las encuentro incompletas; estás tú y faltamos nosotros. El aire me empieza a asfixiar.
Te encuentro sentado en el comedor que rara vez decidías reinaugurar y, mientras camino hacia ti, veo el espresso servido, el néctar de mango fresco, el pan francés con canela espolvoreada y el tocino crujiente. Lo veo todo y lo veo en singular. No entiendo qué está pasando. Me siento junto a ti, no te mueves ni un ápice a mitad del sorbo de la diminuta taza de café. Te miro en silencio; noto la mirada hundida, los círculos oscuros alrededor de los ojos; perdiste peso y has llorado.
Quisiera poder decirte que después de tanto, estamos juntos. Juntos bien, no a medias, no con intermitencias. Quisiera poder contarte que me he leído todos los libros que a ti te faltaban, esos de la lista de la que siempre te quejabas; decirte que nos convertimos en capitanes de nuestro propio barco, que no me arrepiento ni un segundo de haber sido yo quien dio el primer paso, que siempre me gustó tu chamarra naranja y tus playeras de dibujos animados. Quisiera decirte que no pasé una sola noche sin pensar en ti y que siempre creí que el día siguiente sería el mejor para mandarte esa postal y rehacer todos nuestros planes; recordarte que tenemos mucha vida para vivirlo todo de nuevo, pero ahora vivirlo juntos.
Quisiera presumirte que, al despertar, he hecho un inventario de cada beso que te he dado, que he memorizado el arco de tus cejas y el ángulo de tu nariz. Quisiera decirte que te extrañé a diario, a ti, a tus besos, tu voz pronunciando mi nombre; decirte que jamás dudé de nosotros pero que siempre supe que nuestro amor merecía más, mucho más. Quisiera decirte que te amo y que todo está bien, pero no me atrevo a romper el silencio. Te veo por última vez, me levanto resignada y sin interrumpirte, vuelvo a la cama.
A lo lejos se escuchan los aspersores encenderse. Cierro los ojos para imaginar su giro intermitente que cubre de rocío la circunferencia de su centro, bailando desde sí, llenando de vida todo a su alcance. Ahora sé que ha amanecido y no quiero abrir los ojos, tengo miedo.
Tengo miedo, y aunque lo intento, no puedo despertar.
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