Desde que estaba chiquita, mi mamá siempre me repetía que algún día haría algo increíble, algo por lo que todos me recordarían. Que sin buscarlo ni perseguirlo, llegaría el día en el que entraría a algún salón y no tendría que presentarme. Si tal cosa nunca llegara a suceder, si no recibiera un premio ni tuviera una magistral creación o descubrimiento que lograra que mi historia se conociera, igual me encantaría que, al menos, se platicara esto de mí. Como si alguien muy cercano a mí se los hubiera contado. Como un rumor, una semblanza, una anécdota o una pista que hasta ahora, no me había atrevido a confesar jamás.
Tendría que empezar contando que empecé a tocar piano a los seis años. Empezó la navidad en la que Santa Claus había aparecido en mi sala el precioso piano color perla de media cola que había encargado por carta. ¿Que a qué niña de seis años se le ocurre pedir un piano con tales características? Lo cierto es que mi primera opción había sido pedir una muñeca, pero cuando mi mamá, que en ese momento me estaba ayudando a escribir la carta lo leyó, en seguida se negó: me dijo que tenía ya tantas Barbies que no era justo ni para ellas ni para mí pedir una más. Y yo sabía que tenía razón. “Pide algo que te dure para siempre, algo que valga la pena” me dijo. Así que me esforcé y recordé que había visto un capítulo lindísimo en donde Barbie bailaba ballet con música de un piano blanco que se abría hacía arriba con extravagancia y dejaba sonar la música más bella. Cuando mi mamá vio la segunda versión de la carta con la nueva y melodiosa solicitud, sonrió sorprendida y juntas acomodamos el sobre bajo el árbol.
Empecé a tomar clases de piano enseguida. Un profesor de música iba a mi casa tres días a la semana; descansaba un gran libro rojo sobre el atril y me enseñaba y corregía durante las siguientes dos horas. Casi siempre me felicitaba al final. Gerardo, se llamaba.
Estaba encantada; practicando pero sin mucho esfuerzo sonaban armoniosas en mis manos las canciones de su libro rojo. Algunas tenían letra, entonces tocaba y cantaba al mismo tiempo y me sentía como en uno de los capítulos nuevos de Barbie musical. Esperaba con emoción todas mis clases hasta que una de las canciones de su gran libro me resultó imposible.
Llevaba días sin poder pasar la página. Había practicado las manos por separado, juntas, con metrónomo y no podía sacarla. Por alguna razón, mis dedos se perdían entre las teclas y se confundían sin poder retomar el tempo. En algún punto del desorden musical, soltaba las lágrimas y me disculpaba con mi maestro por hacerle perder el tiempo. Él me animaba a seguir pero era en vano. Ese día Gerardo dio la clase por terminada antes de la hora y se fue.
Cuando volvió a los dos días, nos saludamos como siempre y desplegó sobre el atril una partitura en hojas sueltas con un título que no reconocí: “Cielito lindo”. Antes de empezar a tocar una sola nota, Gerardo me hizo leer en voz alta la letra de la nueva canción que había traído.
A medida que iba leyendo, me di cuenta de que mi maestro me había compuesto una canción; una canción con letra y música total y completamente hecha para mí. “Canta y no llores” sonreía siempre que pasaba el estribillo. Después leímos la música que, sin complicación, tocaría un par de horas después. Nunca me atreví a agradecerle ni preguntarle nada. Tocar y cantar con esmero y cariño la canción que me había compuesto era la manera de agradecerle y sabía que él podía sentirlo.
Años después me mudé y no le volví a ver. Ni siquiera recuerdo cuándo fue la última clase ni la última vez que lo vi. Un día, fui con mi familia a algún restaurante de comida mexicana en donde el mariachi empezó a tocar la misma canción que años atrás mi maestro de música había llevado a mi clase y que creía había compuesto para mí.
Canté la canción con una sonrisa mientras mis dedos brincoteaban sobre la mesa del restaurante y me prometí que siempre seguiría creyendo que esa canción se escribió pensando en mí.
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