Me acerco con la excusa de no escucharle bien. El oleaje, la marimba, las pláticas de las otras mesas se escuchan de fondo. Todavía lleva el olor a mandarina y a yerbabuena con el que le recordaba; jerez ahora también. Me pregunta que si reconozco la canción que está sonando; yo le miento y él la empieza a cantar; me descubro sonriendo. Llegan a mi mente las veces que nos despedimos jurando que nunca más y las veces que prometimos que algún día. Después de tanto, estábamos aquí.
Deja de cantar hasta que la canción acaba; hago como que le aplaudo y él hace una reverencia que termina en una risita nerviosa. Por un momento nos vemos sin decir nada y me doy cuenta de que a pesar de los años, la mirada y el alma no le han envejecido un solo día.
Me dice que había aprendido a bailar, por mí y por si a caso. Cuando suena un bolero que los dos conocemos, sin dudarlo le tomo la mano y lo saco a bailar.
Descanso la cabeza en su hombro sin soltarle la mano y queriendo que la canción dure toda la noche; cierro los ojos y me concentro en escuchar la letra de la canción de su voz.
Abro los ojos cuando la marimba deja de sonar y veo que la gente corriendo sobre toda la playa. Las luces colgantes su columpian y el piso se vuelve blando: está temblando. La arena empieza a absorber todo sobre la superficie, cuando nos damos cuenta, no podemos movernos más. Nos vemos por última vez y le doy el beso que había guardado todos estos años antes de que la arena nos cubra por completo.
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