Historias

Irene

La conocí en una de mis carreras matutinas. Como cualquier otra mañana me preparé el café, me ajusté las zapatillas y me enfilé a correr los treinta minutos que tenía destinados antes de que saliera el sol. La gente que uno se encuentra a esas horas no suele ser muy diferente a lo largo de las semanas. Conocía a la mayoría y probablemente algunos a mí también.

Al paso de las distancias, reconocía casi todos los rostros de mis compañeros de carrera, me atrevería a decir que somos testigos de cómo ha mejorado nuestra técnica, nuestro físico y de cómo nos ha tratado la vida. En el segundo kilómetro crucé con el grupo de señoras que desde hace un par de semanas hablan de aumentarse las copas y reducir medidas, de menjurjes milagrosos y las infidelidades de sus maridos. A veces, algunas de ellas cuando pasan a lado de mí, me sonríen y creo que les sonrío de vuelta.

Pasé por debajo del puente y me impregnó el olor a manzanilla que desprende la mezcla de arbustos cuando llueve por las noches. Todavía kilómetros antes de llegar al punto de retorno, vi a una muchachita con paso seguro pero relajado, estaba seguro de no haberla visto antes. Agradecí no llevar audífonos ese día y poder escucharla cantar mientras trotaba. Me quedé un par de kilómetros detrás de ella ajustándome a su ritmo. Me sorprendí respirando el aire que iba dejando a su paso. Traía en el pelo una cola que se me antojó como el propio metrónomo de las canciones que iba cantando, una sudadera universitaria con su nombre impreso- debía ser del equipo de atletismo. Me pregunté si tendría algún compromiso; me asomé, no llevaba anillo. Las piernas firmes y una pisada que poco a poco mejoraría. Me acerqué un poco más y vi desde atrás la piel tersa, el vello aduraznado sobre las mejillas rosadas y las pestañas espesas. Unos metros después, estaba empezando a sudar.

A unos cuantos metros estaba el punto de retorno que he tomado en cada uno de mis entrenamientos de mañana y supe que no iba a tomarlo ese día. Me aferré al tiempo que me marcaba la señorita frente a mí dejando dos o tres zancadas de diferencia entre nosotros, las piernas me respondieron a forma de piloto automático ante el impulso de seguir el aroma afrutado, de ver el movimiento de sus manos en el aire cuando cantaba una canción que de veras le gustaba y ante las ganas de ver durante cada uno de los kilómetros que fueran cómo se teñía la sudadera gris con los hilos de sudor que le resbalaban por la nuca.

Iba descubriendo una ruta que no había imaginado antes. Supongo que en algún punto, elegimos lo que nos mantiene a salvo, aunque no precisamente nos llene de vida. Escuchaba que la respiración se me entrecortaba cuando tenía que bajar o subir algún nivel en el camino. Me limpiaba la cara con la camiseta cada tanto y me concentraba en mantener la distancia entre los dos. Lo suficientemente cerca para no perderla pero no para hacerme notar. No todavía.

Me descubría sonriendo al verla saltar y esquivar con gracia el agua del camino con pasitos irregulares, como jugando la rayuela. Se acomodaba los audífonos y encontraba el ritmo de nuevo. Yo la seguía y pensaba hacerlo el tiempo necesario, cuanto pudiera y más. El sol ya había salido a nuestra espalda y empezaba a sentir el pulso en las sienes. Me refugiaba en el aroma que soltaba el pelo de mi guía que con cada minuto se alejaba más. Ignoré los calambres y la sensación húmeda que sentía en uno de los dedos del pie derecho. Esperaba que fuera agua, pero sabía que no lo era. Cuando cruzamos por encima del puente, el sol le acarició la piel y le iluminó el pelo rubio. Hilos de distintos tonos de dorado que tejían milagros entre ellos.

Apenas podía escucharla cantar, ya no podía distinguir la letra ni la canción; apenas un murmullo. Entonces quise saber la forma de sus labios, el tono de sus dientes, saber si sus ojos serían marrones o verdes y de qué lado de la cara tendría algún lunar. Darle un par de ojos y sonrisa a la voz que me había guiado durante estos kilómetros. Junté un respiro y me decidí a descubrirlo. Relajé los brazos, llevé el cuerpo hacia delante y empecé a ganar velocidad.

A los pocos minutos fui acortando la distancia hasta que, por encima de mi respiración, podía escucharla de nuevo cantar. Dejé de sentir las piernas y me mentalicé en que no eran mas que un par de instrumentos de carrera. A los pocos metros, perdí la noción del tiempo y solo quería seguir, alcanzarla y verla. Exageré el braceo hasta que pude distinguir la canción. Estábamos mucho más cerca. Estiré el brazo para tocarle el hombro pero no la alcancé. Empecé a llamarle por su nombre; la llamé cada vez más alto hasta gritar su nombre mientras corría atrás de ella; estiraba los brazos intentando alcanzarla, pero Irene nunca volteó.

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