Historias

La Catedral de sal

Me siento en una banca que encuentro libre. Intento alinear la espalda sin esfuerzo, pongo las manos sobre las piernas y me doy cuenta de que tiemblan. Cierro los ojos y es justo ahí, sentada en una banca tallada de bloques de sal a 180 metros de profundidad a nivel de la tierra, queriendo juntar un aire que pueda recorrerme el cuerpo y que tal vez me aquiete el pulso acelerado y las manos húmedas y las ganas de levantarme a mitad del sermón del sacerdote y salir de ahí; aquí mismo, invadiendo la propia oscuridad detrás de mis párpados es que te reconozco entre el miedo de no poder respirar, de evaporarme entre escombros de tierra y sal; el miedo de no poder salir de ahí y no verte nunca más.

Intento concentrarme en el aire que entra por la nariz; frío, denso, mineral. Las luces fluorescentes de colores que marcan los caminos de la mina atraviesan el espesor de los recuerdos que intento retener tanto tiempo como me es posible. Me reacomodo. Las piernas ya no tiemblan. No tanto. Vuelvo a traer a la mente tu recuerdo, esta vez me esfuerzo en acomodar cada detalle: las pestañas con los ojos a juego, el pelo café que cae por la frente y el arco de tus cejas. La boca que alguna vez prometió y que cantó conmigo, una voz que conjuró que algún día y para siempre. Me sorprendo sonriendo y no quiero abrir los ojos. La voz del sacerdote sigue ahí, pero la escucho cada vez más lejana. Te adorno con los lunares que te inventarié aquella vez y de pronto, sonríes. Eres tú y estás aquí. Aquí conmigo.

Te quiero decir que mentí todas las veces que te creí olvidado, contarte que a veces, solo por pasar el tiempo, hago una lista de lugares a los que tenemos que ir juntos, confesarte que pongo agua de café para dos y que, algunas noches, me quedo dormida inventando excusas para buscarte. Alguna vez pensé que sería oportuno que tu cumpleaños fuera dos o tres días al año. Quisiera decirte que perdí tu dirección, pero que podemos encontrarnos donde siempre.

Siento el respirar natural armónico y el pulso sereno, las manos rendidas. Los iris queriendo ver a través de ti las luces de la capilla subterránea. Me esfuerzo en repasar tu nariz y en la curvatura que llega a tu frente pero los destellos iridiscentes atraviesan tu representación interna. Escucho la voz como acercándose. Se que es momento. Te dejo ir, guardando las mejores excusas y la lista de planes pendientes. Me quedo con el último respiro que sale de entre tus dientes y antes de sentir que te has ido, abro los ojos.


Zipaquirá, Colombia, 2023.

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