La ventana estaba abierta. La ventana estaba abierta y dejaba entrar el aire; quizás lo dejaba salir también. Sentada desde la orilla de la cama veía el intercambio de partículas de polvo entre ambos universos: el mío y todo lo que cupiera del otro lado de la ventana. También había luz.
Desde algún ángulo, las estrellas de polvo se distinguían suspendidas entre el ir y venir del eterno viaje minuscular, y sentí paz. A merced de una fuerza gravitacional, el polvo de luz flotaba dejando fluir el camino no planeado que, el viento que salía -o entraba- llevaba a su paso.
Desde aquí, desde lo alto, no se escucha nada ni nadie, y no lo necesito: tengo mi ventana; portal de quietud y de travesía infinita sostenida por materia invisible, partículas de todos lados hacia ningún lugar.
La cortina blanca estaba corrida a la mitad y en algún punto del día su sombra dividía el cuarto en dos. Me moví sobre las sábanas buscando la luz. La luz y el sosiego.
Pensé que quizás, cuando las estrellas se apagan, cuando pierden fuerza, se caen y buscan refugio entre nosotros. Abriéndose paso entre el olvido, disfrazándose por el mundo para poder llegar a alguna ventana y volar y brillar de nuevo. Aunque sea por un momento.
O quizás, lo que para muchos son minucias invisibles, sea el rastro del suspiro por alguien y busque llegar a ella para escabullirse en un respiro y hacerle recordar.
Apoyé los pies sobre el piso y me acerqué hacia la danza diminuta del marco de mi ventana. Quizás, si salía al otro universo, yo sería estrella y podría volar y brillar por siempre a través de mi ventana. Aunque fuera por un momento.
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