Hay un claro cariño y empeño en recordar las primeras veces. Guardar las primeras veces de todo. Siempre queremos hacer una foto del evento, con el teléfono o la memoria. Nos preparamos para lo esperado, y para lo inesperado también, porque esa es la magia de las primeras veces, ¿no? A veces, en realidad no sabemos qué esperar, solo que algo suceda. Lo que sea. Y si hay algo en común que tienen todas esas primeras veces, es que después del primer cumpleaños, el primer diente, el primer corte, el primer día del colegio, la primera vez que andamos en bici, la primera vez que creíste estar enamorado y la vez que de verdad lo estuviste, el primer hueso roto, el primer beso, la primera graduación, la primera multa o el primer trabajo, la primera infidelidad; después de cualquiera de las anteriores, siempre hay un cambio. Y lo más probable, es que después de todas esas, vengan más, y esta vez sin guirnaldas ni vítores.
Desde luego hay veces que no podemos evitar, que llegan como consecuencia simplemente de vivir un día ordinario, y otras que surgen de querer atravesar lo desconocido, de romper lo cotidiano, de empezar algo nuevo, de dejar algo atrás. O a alguien. Hay primeras veces que nacen de un deseo que poco a poco se transforma en un plan. De una expectativa constante que pulsa por todo el cuerpo transformándose en curiosidad, morbo, necesidad, adrenalina. Y justo antes de que eso suceda, ahí estamos. Nerviosos, emocionados, quizás repasamos mentalmente los pasos que tuvimos que seguir para llegar hasta ahí y ahora lo tenemos de frente. Y de alguna forma, acostumbrados ya a conmemorar las primeras veces, el cuerpo absorbe por cada poro la profundidad de las circunstancias. Por un segundo, antes de que todo suceda, condensamos el gramo de certeza que creemos tener para lograrlo y empezamos.
Después de la primera, vienen todas y más fácil que la anterior, seguramente. Como si fuera una regla de física. Y es que no es casualidad que justamente la primera ley de Newton hable de eso. Newton nos dice que un objeto no cambiará su movimiento a menos que actúe sobre él una fuerza. De no haber sido por perder la virginidad de esa experiencia, no hubieran llegado otras, no hubiéramos cambiado. Sin fuerza, sin decisión, sin movimiento. Vírgenes. Como si hubiera un antes y un después de ese movimiento. Después de esa fuerza de atravesar la primera vez, cambiamos de ubicación. En movimiento y quizás en ventaja para todas las siguientes veces, porque nos fiamos de la repetición de todas estas hasta que logramos llamarle “experiencia”, que viene con una voz peculiar, según nos dicen. O quizás es una voz que siempre estuvo ahí pero ahora suena más fuerte y que, al parecer, ahora juzga.
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Pero dentro de estas infinitas posibilidades, también está la segunda vez, que, a mi parecer podría ser la más importante. La segunda vez, el segundo intento, no es curiosidad, es una decisión consciente. Y es que, después de las fotos, las medallas, el reconocimiento, o bien, después de la culpa, de la resaca, después de haber roto el celibato en circunstancia, uno ya sabe más o menos qué esperar de la vez. Ya hay una clara noción sobre lo que viene, y lo que pasa después. A pesar de que venimos con cierta inercia del movimiento previo que nos empuja a las segundas veces, no hay un avance sin el ímpetu de repetirlo. Ya no es error, no es casualidad, no es que le ganó la emoción; es que a pesar de cualquier consecuencia, decidió levantarse, rehacer o ajustar el plan y llevarlo todo a hacerlo de nuevo.
Dentro de la repetición voluntaria existirá la voz que construye consigo y además creará una inconsciente búsqueda del perfeccionamiento. Porque es que, si ya estamos en eso, y al parecer, vamos a seguir ahí, vamos a querer maximizar la experiencia. Yo creo que es algo muy natural y muy inteligente de nuestra parte. Ya sabemos qué recursos necesitamos y cuáles no. Nos hacemos más hábiles, ya no estamos tan nublados por la emoción, somos más objetivos, calculadores. Ya sabemos qué líneas funcionan, qué pláticas aburren, cuántas citas son suficientes antes de otra primera vez. Y así, nos reinventamos las veces que necesitemos hasta perfeccionarnos. Infalibles.
Pero si hay algo para lo que nadie nos prepara nunca, son para las últimas veces. Esas no avisan, no prometen nada seguro. A veces llegan de sorpresa para nunca más volver. Se camuflan entre innumerables veces como una más. Se intercalan entre planes y perfeccionamientos para desajustarlo todo. Hay veces que no sabemos que fue la última hasta que ya pasó. A veces hasta después de incluso años, pensamos en ese momento que nunca más ocurrió. Pensamos en la persona que nunca más volvimos a ver. En los planes que hicimos y en los tickets que nunca compramos. En las llamadas que no volvimos a recibir, las voces que no volvieron a llamarnos por nuestro nombre y el timbre que ya no podemos recordar. Que entre planes y otras veces, se escabulleron. La excepción que cumple la regla y obliga a detener el movimiento en perpetuidad.
Algunas noches, solo por hacer tiempo antes de dormir, enumero todas las veces que tuve en el día y solo por curiosidad me pregunto si entre todas ellas existiría alguna última. Siempre espero que no. Espero nunca tener ultimas veces, pero también sé que siempre hay una primera vez para todo.
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